No cambia más,
pensó, y levantó la primera flecha.
Las flechas eran rojas y estaban hechas en
cartulina; eran bastante grandes. Las vio ni bien abrió la puerta, vio la
primera y vio las otras que, a trechos regulares, iban describiendo la roja
curva que se internaba en el pasillo.
Sigue siendo un chico, se dijo mientras
levantaba la cuarta (o quinta), siempre está jugando. Y pensó que de alguna
forma lo que había entre Alejandro y ella nunca había sido otra cosa que un
juego, a pesar de los juramentos de aquella tarde. Luego vendrían el viaje de
ella y los rencores de Alejandro. Luego el silencio.
La casa era vieja, una de esas casas de
antes con cuartos comunicados. Las flechas la iban paseando por habitaciones
altísimas, con olor a viejo, a encerrado. Se preguntó dónde estaría Alejandro,
cuántos pasillos y cuartos más tendría que atravesar para encontrarlo. Se
preguntó cuánto duraba el juego.
Y fue tal vez esta pregunta la que trajo los
recuerdos, y entonces Alejandro, aquel Alejandro que se había ido desdibujando
con el tiempo y la distancia -a pesar de los esfuerzos de una fotografía-
aparecía nítido en esos juegos que guardaba la memoria, como si él fuese un
producto de los juegos y no al revés. Y cruzaba un dormitorio cuando, junto a
una cama, recordó esos juegos, los más dulces y los más terribles. Recordó que
él era un poco cruel.
Dejó sobre la cama el manojo de flechas
rojas que le había ido creciendo en las manos, pero siguió levantando las
siguientes.
Continuó atravesando pasillos y pensó en
un laberinto. Siguió atravesando cuartos. Ahora no iba sola, el recuerdo de
Alejandro en los juegos amatorios se había vuelto una presencia.
Pensó: La casa es justa. Si se hubieran
visto en un hotel, o en su departamento no habría sido lo mismo, no habría
habido juego, porque al final todo era un juego, inquietante, como todos los
juegos de él. Como el dejarle en el buzón de su departamento la carta con la
dirección y la llave, una hora y un nombre: Alejandro ¿Costaba mucho hablarle
por teléfono? Después de todo eran dos años fuera de la ciudad, dos años sin
verlo, a ella le hubiera gustado oír su voz. Pero lo de Alejandro eran los
juegos, sin duda. Es un chico, pensó, un poco cruel, y volvió a pensar: La casa
es justa.
Ya le había vuelto a crecer el manojo de
flechas cuando llegó a la puerta del baño. Y en ese momento, al anterior
recuerdo de esfuerzos y sudores, se le sumó ese otro que tenía un elemento
nuevo, el agua. Imaginó el cuerpo de él desnudo bajo el agua y sin saber bien
por qué, pensó en los azulejos, en el tacto húmedo de los azulejos mojados.
Abrió la puerta y el vapor le golpeó la
cara. Antes de correr la cortina se quedó un momento escuchando el agua, el
recuerdo de los juegos era ahora insoportable. Volvió a pensar en azulejos.
Entonces corrió la cortina, vio el cuerpo desnudo de Alejandro, las últimas
flechas cayeron al suelo, al agua. Vio el cuerpo desnudo de Alejandro a veinte
centímetros del suelo. Sin duda era un juego cruel.