domingo, 21 de junio de 2015

LA VISITANTE
 

   No cambia más, pensó, y levantó la primera flecha.

   Las flechas eran rojas y estaban hechas en cartulina; eran bastante grandes. Las vio ni bien abrió la puerta, vio la primera y vio las otras que, a trechos regulares, iban describiendo la roja curva que se internaba en el pasillo.

   Sigue siendo un chico, se dijo mientras levantaba la cuarta (o quinta), siempre está jugando. Y pensó que de alguna forma lo que había entre Alejandro y ella nunca había sido otra cosa que un juego, a pesar de los juramentos de aquella tarde. Luego vendrían el viaje de ella y los rencores de Alejandro. Luego el silencio.

   La casa era vieja, una de esas casas de antes con cuartos comunicados. Las flechas la iban paseando por habitaciones altísimas, con olor a viejo, a encerrado. Se preguntó dónde estaría Alejandro, cuántos pasillos y cuartos más tendría que atravesar para encontrarlo. Se preguntó cuánto duraba el juego.

   Y fue tal vez esta pregunta la que trajo los recuerdos, y entonces Alejandro, aquel Alejandro que se había ido desdibujando con el tiempo y la distancia -a pesar de los esfuerzos de una fotografía- aparecía nítido en esos juegos que guardaba la memoria, como si él fuese un producto de los juegos y no al revés. Y cruzaba un dormitorio cuando, junto a una cama, recordó esos juegos, los más dulces y los más terribles. Recordó que él era un poco cruel.

     Dejó sobre la cama el manojo de flechas rojas que le había ido creciendo en las manos, pero siguió levantando las siguientes.

     Continuó atravesando pasillos y pensó en un laberinto. Siguió atravesando cuartos. Ahora no iba sola, el recuerdo de Alejandro en los juegos amatorios se había vuelto una presencia.

     Pensó: La casa es justa. Si se hubieran visto en un hotel, o en su departamento no habría sido lo mismo, no habría habido juego, porque al final todo era un juego, inquietante, como todos los juegos de él. Como el dejarle en el buzón de su departamento la carta con la dirección y la llave, una hora y un nombre: Alejandro ¿Costaba mucho hablarle por teléfono? Después de todo eran dos años fuera de la ciudad, dos años sin verlo, a ella le hubiera gustado oír su voz. Pero lo de Alejandro eran los juegos, sin duda. Es un chico, pensó, un poco cruel, y volvió a pensar: La casa es justa.

     Ya le había vuelto a crecer el manojo de flechas cuando llegó a la puerta del baño. Y en ese momento, al anterior recuerdo de esfuerzos y sudores, se le sumó ese otro que tenía un elemento nuevo, el agua. Imaginó el cuerpo de él desnudo bajo el agua y sin saber bien por qué, pensó en los azulejos, en el tacto húmedo de los azulejos mojados.

     Abrió la puerta y el vapor le golpeó la cara. Antes de correr la cortina se quedó un momento escuchando el agua, el recuerdo de los juegos era ahora insoportable. Volvió a pensar en azulejos. Entonces corrió la cortina, vio el cuerpo desnudo de Alejandro, las últimas flechas cayeron al suelo, al agua. Vio el cuerpo desnudo de Alejandro a veinte centímetros del suelo. Sin duda era un juego cruel.

domingo, 26 de abril de 2015

EL NOMBRE
 

-Ahí viene –dijo Roberto, y corrió hasta el sofá.

     Cuando Rosa entró los encontró dispersos en el living. Uno tirado sobre la alfombra fingía leer, otro sobre el sofá se escarbaba la nariz sin dejar de mirar en dirección al televisor, el tercero, un poco más lejos, dibujaba sobre la mesa del comedor.

-¿Se puede saber qué les pasa?

     Los tres la miraron sin decir palabra. Y era como si aún mirándola siguieran absorbidos por el libro, la tele o el dibujo.

-¿Se puede saber qué les pasa? –repitió. - Hace una hora que estoy llamando.

     Roberto miró el moco que acababa de sacar, casi estudiándolo, e hizo un ligero encogimiento de hombros.

-¿No me escucharon?

     La miraban. No respondían. Aunque allá atrás, en la mesa del comedor, Roberto pareció hacer un ligero asentimiento, sin levantar la vista del dibujo.

-¿No me escucharon? ¡Veinte veces grité “Roberto” y no vino ninguno de los tres!

     Roberto suspiró cerrando el libro. Su hermano, cansado de amasar la bolita de moco, la pegaba ahora bajo el almohadón del sofá.

-Roberto –dijo la madre cuando iniciaba una nueva incursión nasal-, sacate el dedo de la nariz, querés. –Y a todos: -Veinte veces los llamé ¿Se puede saber qué hay que hacer para que contesten? A ver vos, Roberto, decime algo.

-Mamá –empezó Roberto-, es el nombre…

-¿Qué pasa con el nombre?

     Roberto, en la mesa del fondo, que había levantado la cabeza y mirado un momento a la madre, volvió a bajarla.

-El nombre… no nos gusta.

     Rosa quedó un segundo suspensa, luego habló, con un tono de incredulidad:

-Es el nombre del abuelo –dijo, como si eso bastase, como si fuera imposible no ceder a eso.

-Sí –dijo Roberto- …pero ¿los tres?

-¿Y? ¿Cuál es el problema?

     El silencio volvió a reinar, tirante, osco. Hasta que Rosa levantó los brazos al cielo.

-¡Los tres –gritó-. Los tres, y cuando llamo “Roberto” no viene ni uno! Malos hijos. Los tendría que cagar a azotes ¡A losa tres!

     Roberto había vuelto en busca del moco, pero ahora era una busca nerviosa, llena de ansiedad.

-¿Y cómo quieren llamarse, a ver? –preguntó Rosa, desafiante.

     En la mesa del fondo Roberto fue el primero en animarse a hablar. Había bajado la vista al dibujo, pero igualmente se le oyó claro.

-Julián –dijo.

     Rosa, que parecía pronta a reírse, se contuvo, y de repente le brotaron las lágrimas. No podía entender que despreciaran un nombre elegido con tanto amor. Se sorbió los mocos.

-Era el nombre del abuelo –dijo, apenas audible.

     A los demás no les preguntó, los fue mirando alternativamente.

-Julián -dijo Roberto, sin apartar la vista del moco recién capturado.

-Desgraciados.

-Julián –dijo Roberto desde el suelo, donde ahora acariciaba el dibujo de la alfombra.

-No te enojes mamá.

-Mocosos de porquería.

-Julián –repitió Roberto entre los sollozos de su madre.

domingo, 19 de abril de 2015


PINTURITAS 

 

 

     A mi me gusta dibujar caballos, pero mamá no me deja. Dice que después no sabe qué hacer con tanto caballo ¿Y yo qué culpa tengo si dibujo un caballo y el caballo aparece en el comedor? Aparte lo llama al tío Fermín que vive en el campo y listo ¿O no vino la otra vez a llevarlos? Pero igual no me deja.

     Y eso que ahora no dibujo más en las paredes porque antes se enojaba más, pero ahora no, ahora Carlos me regaló el cuaderno, porque mamá le decía: A vos sólo se te ocurre comprarle las pinturitas y no traerle un cuaderno. Y mamá tenía razón, porque ahora con el cuaderno puedo dibujar todo lo que quiero, bah, caballos no, pero igual puedo dibujar otras cosas dibujo autos, caracoles, me gusta dibujar autos porque siempre que dibujo un auto viene la tía Elvira y me trae un autito, aunque la verdad, mamá no me deja jugar con los autitos, me los saca y los pone en la repisa de mi pieza, dice que así cuando sea grande los tengo sanitos, que ahora los voy a romper, pero igual, cuando no se da cuenta, yo me subo en una silla y los bajo y no los rompo nada nada.  Después los guardo, porque si mamá me ve con los autitos se enoja y me dice: Dejá esos autitos que los vas a romper, andá a dibujar.  Pero caballos no me deja dibujar, y si dibujo caracoles le comen las plantas, así que ya no sé qué dibujar, porque el cuaderno es grandísimo y me quedan un montón de hojas. Y a mí, la verdad, me gustaba más dibujar en la pared, pero como mamá se enojaba me puse a dibujar en unos papeles que había arriba de la mesa y después se los mostré a Carlos y me pegó y me dijo mocoso de porquería ¿y yo qué sabía que eran de Carlos? ¿Qué sabía que eran unos papeles importantes? A mi no me gustó que me pegue. Mamá se enojó con Carlos, yo sé porque a la noche escuché que le decía “No tenés derecho, no es tu hijo” y él le decía “Me lo hace a propósito, Paula, me lo hace  a propósito” Y seguro que le pegó a mamá porque él se fue a los portazos y yo después la escuché a mamá que lloraba, y yo tenía miedo que me rete y me fui a la pieza dibujar, y dibujé un camión y me salió bastante lindo porque la verdad, yo nunca había dibujado un camión, autos sí, y caballos, pero un camión nunca, y ese me salió bárbaro y después me acosté y no me podía dormir, y me acordaba de Carlos y la oía llorar a mamá, aunque mamá ya no lloraba, pero yo la oía igual y seguro que me dormí (y por ahí me quedé dormido) porque me acuerdo que soñé con caballos y no me acuerdo nada más, y hoy mamá me llamó para ir a la escuela y estaba triste y yo me quería quedar con ella, pero igual me llevó a la escuela y cuando volví estaban las tías y yo escuché que la tía Elvira le decía “Fue un accidente” y mamá decía “No, fue mi culpa, fue mi culpa” y lloraba y por ahí me vio  a mí que entraba con Claudio que siempre me va a buscar a la escuela y me abrazó y empezó a llorar más fuerte y la tía Elvira me dijo “Vení” y me llevó a la pieza, y yo tengo miedo, porque seguro que mamá encontró el cuaderno y vio el dibujo del camión y se dio cuenta, sí, se tiene que haber dado cuenta porque yo dibujo muy bien y el auto de Carlos me salió igualito y seguro que vio el auto de Carlos abajo del camión, por eso llora, está triste, porque si hubiera dibujado un caballo seguro se enojaba, pero ahora  está triste porque sabe que yo a Carlos no lo quiero y por qué lo voy a querer si él me pega, pero igual yo voy a arrancar la hoja para que mamá no me rete.

domingo, 12 de abril de 2015

LA BUENA MUERTE


 

     “Bombero”, dijo, pero entonces era un chico, tenía esa tierna edad en que los chicos quieren ser bombero, aviador o vigilante, y lo repiten con sus voces menudas y firmes cada vez que se les pregunta qué van a ser de grandes.

     Pero el tiempo olvida esas cosas y en pocos años hace un reparto de suertes arbitrario y despiadado. Le tocó ser doctor. No podía quejarse, no fue una mala vida, Y al final no era algo tan diferente ¿o no le había tocado a él también salvar vidas? Pero de cualquier forma, él ya no recordaba su infancia, una profesión, una familia, los años son cosas que ayudan a olvidar.

     Y ahora que es la hora, ahora que postrado en una cama espera que otro más joven salve su vida que es ya insalvable, ahora que siente cuánto pesan los años, como todo el que llega a esa hora, se cuenta su vida. Piensa en los nietos, los hijos, el consultorio, piensa en la universidad, en la escuela, y entonces sí, al fondo de los recuerdos, en un patio donde hay malvones y una tortuga, puede ver por fin al niño que fue, y ve al hombre que no fue porque, con una voz que recupera después de tantos años, le oye decir “bombero”. Algo le aprieta el corazón, algo le dice que la vida se ha equivocado con crueldad. Cierra los ojos y con su voz cansada repite “bombero”. Pero el niño que fue no puede oírlo, está corriendo por el patio imitando con voz de niño una sirena alarmada que se mezcla con la sirena real que grita de este lado de los recuerdos. “Bombero”, sigue repitiendo, hasta que el humo negro y espeso le cierra la garganta. 

     Nadie sabe como empezó el incendio, un cigarrillo, una estufa cualquier cosa habría servido. Uno de los  bomberos, en un comentario cercano al epitafio, dijo: “Murió entre las llamas, pobre viejo”. La vida suele equivocarse, la muerte nunca.

viernes, 3 de abril de 2015

EL ASADO

 

      Te juro, el quilombo lo armó el Luis. Porque vos viste cómo es el Luis ¿no? No es mal tipo, pero toma y se pierde. Y ese día, qué querés que te diga, se había tomado hasta la presión. También ¿A quién se le ocurre ponerlo a hacer el asado? Cuando llegamos ya se había adobado. Encima lo ayudaba el Chochi, -el Chochi ¿viste?- Bué, para qué, flor de yunta. Como te decía, llegamos y los tipos ya estaban meta brindis, festejaban por cualquier boludez, y en cuanto nos vio llegar, chau, ahí nomás se le da al Luis por los concursos ¿vos viste como es él de mandaparte? Bué, se ponen los dos, con el Chochi, a embocar manises. Y ahí estaban, meta revolear el maní y zácate, a cazarlo con la boca. Y entre tiro y tiro un vasito  de tinto. Te juro que el Chochi ya no se tenía en pié, pero el Luis ni ahí, todavía le quedaba cuerda pa’ rato. Y pasó lo de siempre, se mamó y se puso cargoso ¿y qué se le ocurre hacer? Lo empezó a joder al Viejo ¿vos viste que el Viejo no se mete con nadie, no? Bué, ahí va este y le empieza a tirar maní. El Viejo, che, mosca. No dijo ni mu, pero bué, viste que el viejo no abre la boca ni pa’ saludar, porque reconozcamosló, muy dado no es, y este, che, encarnizado, pasó del maní a las bolitas de pan, y el viejo nada, seguía muy chufi cortando el salamín. Y se ve que ahí al Luis le agarró la viaraza, porque lo peor que le podés hacer es no darle bola. Se ve que se enculó, porque se dejó de joder por un rato y se dedicó al asado, pero se le notaba que estaba caliente, tenía una cara de traste que ni te cuento. Bué, la cuestión es que largaron los chorizos y venía todo lo más bien hasta que el Luis llega donde estaba el Viejo y de entrada nomás, a la pasada, le pega en la cabeza con la fuente “Uy, perdone Viejo”, le dice, pero todos nos avivamos que venía con mala leche. Ahora, el viejo, che, ni se dio por enterado, y entonces le va a servir “¿Un choricito, Viejo?”  No va y le tira un chorizo en el pantalón, el muy desgraciado. Te juro que yo dije: acá se arma, pero nada, el Viejo se quedó piola, se limpió con un trapo y siguió dándole a la ensalada (porque el chorizo había ido a parar al suelo y aquel minga de traerle otro). Y bueno, largan el asado y parecía que se le había pasado y por ahi se levanta y empieza “Che ¿quién quiere soda?”, y viste cómo es el Luis que por poco no te emboca de la otra punta de la mesa, porque hay que decirlo, el tipo tiene una puntería con el chorro, Y bué, ahí empezó, meta chorro p’acá y p’allá hasta que va y le dice al viejo “Viejo ¿un poquito ‘e soda?” y sin darle tiempo a nada lo baña, porque, te juro, lo bañó. Y el Viejo seguía en sus trece ¿podés creer que no hizo nada? Se secó con la servilleta y siguió comiendo. Ahí lo miramos todos como diciendo “Che, cortala”. Y parece que al señor no le gustó que lo reten con la mirada, porque va y se manda una que mirá, ahí sí que la completó. De repente dice “Che, ‘ta bravo el veranito ¿no? Mirá la calor que tiene el bicho este...”  Caza el sifón y zas, lo baña al perro ¿viste el perro, el que anda siempre con el Viejo? Poroto creo que le dice. Madre mía, se hizo un silencio, porque viste que para el Viejo el perro ese es como un hijo. Ahí sí, se dio vuelta el Viejo y lo miró. Te juro que yo no sabía si se lo comía al Luis o se largaba a llorar, tenía los ojos rojos, venía juntando presión, viste. El Luis muy tranquilo le dice “Che, Viejo, no te chivés, es una joda”, lo mira al Claudio y dice “¿Un pedazo calentito?” y se va nomás pa’ la parrilla. En cuanto se da vuelta, el viejo que se levanta. Yo vi algo que le brilló en la mano pero qué me iba a imaginar. Y cuando el Luis se arrima a la parrilla va el Viejo de atrás y lo ensarta. Acá, sí, de costado, un puntazo nomás. Pegó media vuelta, lo chifló al perro y se fue. Nosotros al principio no nos dimos cuenta, porque el Luis estaba de espalda, y por ahí va el Chochi a buscar la damajuana y pega el grito. No sabés, no nos daban las patas. El Claudio llamó a la ambulancia mientras lo acostábamos en el tablón de la mesa, pero no hubo forma, che, estiró la pata ahí nomás, en medio del patio. Cuando llegó la ambulancia el Luis ya era historia. Y sí, el quilombo lo armó él, de mamado nomás, pero el viejo estuvo mal, no te podés tomar las cosas así. Ahora ¿podés creer, che, que al viejo no lo vimos más?

domingo, 29 de marzo de 2015

LA VOZ 

 

     Verde, dijo la voz, y él despertó. Se rascó la cabeza y se quedó pensando si había despertado porque la voz dijo verde o si dijo verde porque él despertaba. No lo pensó mucho, estaba acostumbrado a acatar y de cualquier forma siempre despertaba cuando la voz decía verde. Se quedó en la cama fumando, no hacía fiaca, esperaba apenas que la voz dijera algo más, pero nada. Salvo la palabra que decía al despertarlo, las otras apariciones de la voz eran aleatorias, es más, nunca decía nada después de verde, pero él igual la esperó, como todas las mañanas, y recién cuando el cigarrillo le quemó los dedos abrió la ventana.

     En realidad no era difícil olvidarse de la voz una vez despierto, eran raras las ocasiones en que volvía a hacerse oír a lo largo del día. Pero esa mañana él estaba ansioso y se fue derecho al baño para abrir la canilla, como aquella otra mañana en que la voz le había dicho rojo, pero esta vez no pasó nada, agua corriendo, el ruido monótono del agua y nada más. Se lavó la cara.

     Le preocupaba esa ansiedad que él mismo se notaba y decidió olvidarse voluntariamente de la voz. Y sin embargo destapó la azucarera con mano temblorosa esperando escuchar la voz como aquella otra vez. Volvió a tapar la azucarera, siempre tomaba el café amargo.

     Puso la taza en la pileta y volvió al baño. Trató de controlar los nervios mientras se afeitaba pero igual se cortó (y era raro que él se cortara) Una puteada, papel higiénico. Volvió a la pieza.

     Mientras se vestía logró serenarse, casi ni pensó en la voz. Pero al pasar por el baño recordó que no se había lavado los dientes. Consultó el reloj, sí, tenía tiempo. Entró al baño, destapó el dentífrico y se quedó mirando el pomo. Entonces lo arrimó a la oreja, nada. Nada en el tubo, pero sí en el espejo. La imagen ridícula de un hombre de cincuenta años apuntándose a la oreja con un tubo de dentífrico. Le dio rabia, se trató de idiota y salió a la calle. Juró no pensar más en la voz.

     En la parada se entretuvo mirando a la gente, tuvo tiempo, había perdido el colectivo de las 8.15. Un chico de unos diez años, una mujer tal vez de veinte, y una señora mayor. Entonces se preguntó qué cara tendría la voz (porque toda cara tiene una voz y viceversa). Esto no se le había ocurrido antes, estaba tan entusiasmado con su nueva idea que ni le molestó haber roto su juramento.

     En el micro se dedicó a estudiar al pasaje, aunque en realidad no había mucho para estudiar, los que subieron con él y dos hombres, más o menos de su edad. Ninguno tenía cara de la voz.

     Camino al centro subieron apenas tres pasajeros más, él les fue probando la voz a todos, pero nada, no podía dar con una cara que se arrimase a la voz, aunque tal vez esa mujer... Y entonces lo supo, entonces supo aquello que debía saber y sin embargo no: la voz era mujer. Era raro que  no lo hubiera notado antes, tal vez porque la voz aparecía siempre en la duermevela, pero ahora lo sabía, era la voz de una mujer. Feliz con su descubrimiento  bajó del micro.

     Faltaban tres cuadras para llegar, consultó el reloj, tenía tiempo. Decidió caminar despacio para poder probarle la voz a cada mujer que cruzase. Nada en las primeras dos  cuadras, un par que podrían pero no, y ahora la avenida y luego una cuadra más, una sola hasta la oficina, hasta la rutina diaria donde olvidaría la voz hasta el otro día. La oportunidad de encontrarle un rostro a la voz se perdería cruzando la avenida.

     Y entonces sucedió, a mitad de la calzada la voz volvió a aparecer, venía de atrás, más alarmada que otras veces, pero sin duda la voz. Trató de volverse para encontrar el rostro pero no llegó a terminar de girar, no alcanzó a ver ni el semáforo ni a la mujer que le gritó “¡Rojo!”. Apenas vio el camión que se le vino encima.

domingo, 22 de marzo de 2015


PARA EMMA

 

   En la pequeña aldea de Yonville, con el veneno ingerido en la botica, una mujer se quitó la vida. Este suceso, de tan poca originalidad fue rodeado de comentarios sobre los mismos deslucidos temas de siempre: desavenencias conyugales, adulterio...

    Lo que la crónica omite es la frase final de esta señora.

“Gustave Flaubert c’est moi” dicen que dijo.

     Frase que, deformada por la posteridad, ha servido para encumbrar a un hombrecito de bigotes.